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20/01/2017 14:21 | Liga Nacional

El amor es más fuerte

El recibimiento que le brindaron a Néstor García en el partido en que enfrentó a Peñarol, sirve para profundizar sobre algunos de los que podrían ser motivos para reconocerlo de esa manera. Otros ejemplos que trascendieron al tiempo.
Autor:Martín Pellegrinet @soyelpelle
El amor es más fuerte

A propósito de la ovación y el reconocimiento que los hinchas de Peñarol le brindaron a Néstor “Che” García esta semana: ¿Por qué un entrenador que hace ya 20 años que no dirige al equipo, mantiene intacto el amor e idilio con un público que, ahora en su mayoría, no fue testigo presencial de sus hazañas al frente del club?

Galeano abre su libro “El fútbol a sol y sombra” con definiciones varias. Sobre El Hincha, un fragmento versa lo siguiente: “el hincha agita el pañuelo, traga saliva, glup, traga veneno, se come la gorra, susurra plegarias y maldiciones y de pronto se rompe la garganta en una ovación y salta como pulga abrazando al desconocido que grita el gol a su lado. Mientras dura la misa pagana, el hincha es muchos. Con miles de devotos comparte la certeza de que somos los mejores, todos los árbitros están vendidos, todos los rivales son tramposos. Rara vez el hincha dice: ‘hoy juega mi club’. Más bien dice: ‘hoy jugamos nosotros’”.

Si el hincha llega a sentirse parte, a ser por ese ratito uno más de los que juegan, entonces no es descabellado pensar que quiera sentirse representado por quienes sí visten y defienden sus colores como ellos sienten y anhelan que se lo haga. Quizás a partir de esto se pueda empezar a pensar una respuesta para el planteo.

El “Che” García dirigió a Peñarol entre las temporadas 92/93 y 96/97. Fueron 5 en total y ganó un campeonato, el primero para el club. Pero más allá de eso, lo que efectivamente lo hizo trascender al tiempo –altamente improbable para la cultura que impera-, es haber dejado una huella. Las huellas no se dejan sólo con trofeos. Los trofeos están en las vitrinas. Las sensaciones quedan en el cuerpo. Los hinchas no aplauden copas ni se emocionan con galardones. Se conmueven con y por las personas. Por la manera en que se dispusieron a hacerlo. Cómo defendieron su causa. Con qué argumentos.

La mayoría de los hinchas de Peñarol que aplaudieron a rabiar al “Che” en el Polideportivo el último martes no lo vieron dirigir a su equipo. No tienen idea cómo jugaba aquel Peñarol. Pero sus padres, tíos o abuelos, sí. Y ellos lo pasan. Como un legado. Si el hijo escucha las hazañas de parte del padre, que con ojos rojos y piel erizada le cuenta las epopeyas, las aprenderá y tomará como propias. No le hace falta, entonces, más información que esa emoción transmitida para reconocerle a una persona que, además de algún resultado coyuntural, lo que hizo fue mimetizarse, hacer la causa propia, y meterse en la piel.

Entonces no llama la atención encontrarse, hasta hace un tiempo, escurriendo alguna lágrima un sábado a la tarde mientras Alejandro Apo leía la historia de uno en su programa de radio, que curiosamente la escribió de manera magistral Fontanarrosa. Esa historia es de uno porque uno se la adueña.

¿O acaso el cuento de Sacheri “Independiente, mi viejo y yo”, no se convirtió con el paso del tiempo en el cuento de cada hincha, de cada equipo y de cada padre e hijo que compartieron ese ritual de tribuna como liturgia?

El juego como industria y entretenimiento ha limitado el espacio y lugar para el esparcimiento, el costado lúdico y hasta esencial por el que primero nos llamó la atención y luego comenzamos a jugar.

El encontrar ejemplos de protagonistas que vencieron al tiempo, y en algún punto a la cultura del éxito efímero, del ganar hoy porque mañana no existís, que el segundo es el primero de los perdedores, hace que no todo esté perdido.

Que se puede encontrar todavía con personas que van al juego a apreciar algo más que el mero resultado. Que no se dejan llevar por la fatídica cultura del aguante. ¿Qué es eso? ¿A quién se le ocurrió que hay que aguantar todo porque sí, porque sino sos un cagón, un pechofrío, o no tenés huevos? ¿En dónde dice? ¿Tan poco nos queremos?

¿Y el paladar? ¿Y los gustos? ¿Por qué aplaudimos o no una película, o una obra de teatro, según nuestro gusto y expectativa, pero no lo hacemos en el juego? ¿Acaso no somos indivisibles? ¿Aplicamos gustos y sensibilidad para comer, beber, leer, elegir nuestras parejas, viviendas, lugares de vacaciones, pero no para el equipo por el que decimos sentir?

¿En qué momento de la historia se convirtió primordial hostigar y agredir al rival, tanto dentro como fuera del rectángulo, y perder por completo el foco del juego? ¿Alguien en serio disfruta de eso? ¿Cómo se explica que alguien vaya a la tribuna a insultar durante un partido entero a un referí, jugador o entrenador rival? ¡Y lo que es peor: lo hacen aún cuando su equipo se haya quedado con el triunfo!

¿En serio pensar en que uno daría la vida por sus colores es creer que se sienten los colores? En todo caso, se está en un estado fanatizado, apartado del raciocinio, y muy lejano del verdadero sentimiento. De conectar con lo que está sintiendo.

El fanático está en una posición donde nada importa. Total sentirá lo mismo. Coma pizza o asado. Lo mismo le dará. Entonces no siente. O siente lo mismo ante cualquier estímulo, que es como no sentir.

Bienvenidos los que se permiten sentir y reflexionar. Sentipensar. Que se toman su tiempo y respiran para ver qué les pasa con lo que acaban de ver y percibir. Que regalan un aplauso cuando palpitan con una jugada que les llenó los ojos sin que necesariamente haya terminado en gol. El mismo Galeano, en una confesión hacia El Juego, se manifestó “un mendigo del buen fútbol, que anda buscando una linda jugadita, por amor de Dios”.

Lo que se vivió en el Polideportivo con el Che García y los hinchas de Peñarol, hizo que el firmante se pusiera a pensar en otros ejemplos.

Daniel Farabello, uno de los mayores talentos que dio la Liga Nacional, llegó a Quilmes en uno de los picos de su carrera. Logró que durante una temporada el equipo fuera suyo. Apenas una Liga disputó el menor de los hermanos para el “tricolor”. Ni siquiera jugó la final, pero sí se adueñó del equipo, lo hizo suyo, con el enorme talento, destreza y buen gusto por el juego del básquetbol que supo tener. Fue parte de una orquesta que tocó la más maravillosa música. Supo cómo hacer que esto siguiera funcionando a pesar de la rotación del resto de sus intérpretes. También le y se regaló una paliza memorable en la historia de los clásicos contra Peñarol, al haberlos ganado todos.

Farabello jugó como cualquiera quisiera. Ese Quilmes todavía se recuerda. Farabello se fue y ya nunca más volvió a vestirse de negro, rojo y blanco. Pero cuando retornó con otra divisa, el aplauso y reconocimiento fue a su medida. O mejor dicho: a la medida de los sentimientos que había generado y que quedaron grabados a fuego para siempre. Porque más allá de jugar a un altísimo nivel y regalar más alegrías que tristezas durante un año, lo que hizo Farabello fue despertar sentimientos. Y esos son los que no se borran ni olvidan.

Algo parecido, con diferentes matices, generó Milton Bell. Sobrado talento y pericia para el juego, desordenado fuera de él… A diferencia del anterior, Bell sí fue campeón con la camiseta “tricolor”. Lideró la gesta del segundo ascenso a la Liga. Pero más importante que eso, el rasta se mimetizó con la causa. La hizo propia. Él ya había jugado una final de Liga Nacional para Independiente de Pico, pero en Quilmes encontró “su” lugar. Además, Bell fue el jugador más desequilibrante de Quilmes en aquella inolvidable gesta que significó eliminar a Atenas, superpoderoso, y llegar a la semifinal de la competencia.

A casi 20 años de aquellos sucesos, Milton Bell es bandera y leyenda de una tribuna que lo mantiene vivo y le cuenta a los más jóvenes de sus hazañas. En cualquier picado en Mar del Plata entre participantes mayores de 30 años, cuando alguien seca la suela de su calzado con la palma de sus manos, lo hace “a lo Milton contra Atenas”.

Otro que venció al tiempo fue Juan Espil. Durante sus primeros años fue verdugo de Peñarol. Con diferentes camisetas (Estudiantes de Bahía Blanca, GEPU, Atenas), frustró al equipo de Mar del Plata, que además soñó con tenerlo y no pudo.

El tirador bahiense fue figura descollante de la Liga Nacional en la primera mitad de los ’90, se fue a Europa, donde también fue figura, integró durante una década de la Selección, y volvió al país para seguir goleando. Espil decidió quemar los últimos cartuchos con la camiseta del equipo de su ciudad.

El Peñarol tricampeón tuvo que esforzarse hasta un quinto partido en la serie de play off de cuartos de final de la liga 11/12 para eliminar a Bahía Basket. En el último de esos cotejos, el “milrayitas” había tomado una amplia ventaja varios minutos antes del final. Espil fue mandado a cancha y luego retirado. Cuando esto ocurrió, el juego se detuvo durante más de cinco minutos y las más de 5 mil personas que estuvieron en el Polideportivo aquella noche –incluído un grupo de bahienses-, se enrojecieron las palmas para despedir a uno de los más grandes jugadores de La Historia del básquet argentino. Ya no importó que fuera rival. La grandeza, su excelencia para ejecutar de manera magistral el básquet, su larga trayectoria, de un profesional adelantado a su tiempo, fueron más importantes. Los hinchas lo reconocieron. Despidieron de pie a un hombre que firmaba la última página.

Fabricio Oberto cumplió su regreso a la Liga Nacional y a Atenas en la temporada 12/13. Jugó un puñado de partidos (13), pero en todos y cada uno de ellos, y en cada cancha que visitó, fue recibido de manera cálida, casi como un héroe.

Oberto junto a sus compañeros de la Generación Dorada despertó sentimientos que jamás habían aflorado. Llegaron a sitiales insospechados. Corrieron la vara, la levantaron. Se convirtieron en fuente de inspiración. Mostraron ser un equipo, en cualquier sentido desde donde se enfoque el concepto. Además, en lo individual, Oberto y los demás fueron sobresalientes. Los mejores. Embajadores sin igual. Abrieron puertas. Hasta los rivales de ocasión rindieron tributos a ese Fabricio Oberto todavía jugador, que vivió en tiempo real el reconocimiento y agradecimiento de todos.

Estos son sólo algunos ejemplos, seguro el lector traerá más desde el recuerdo.

Que nunca dejen de estar los que el paso del tiempo no les borró aquellos sentimientos que están, que existen, que los vinculan con lo que los enamoró del juego, y por lo que originalmente se quedaron pegados a él.

por Martín Pellegrinet
@soyelpelle
www.pickandroll.com.ar

Foto: Gentileza Demian Schleider / infoliga.com.ar

»Humo20/01/2017 17:57
Humo pizza y faina

como compran todos los fanaticos

Todo verso
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»Carlos20/01/2017 23:41
PODRAS DECIR LO QUE QUIERAS PERO PIZZA HUMO Y FAINA GANO CAMPEONATOS , NO SE SI TE DICE ALGO ESO
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»dario22/01/2017 12:13
campeón de liga en 5 países diferentes, actual campeón de america a nivel clubes (Guaros) y a nivel selección (Venezuela), campeón sudamericano con Argentina. El mas ganador lejos, ya le va a encontrar la vuelta a Quimsa recién arranca.
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»TODAVIA ESTAMOS ACA21/01/2017 13:12
Excelente nota Pele.
100 % de acuerdo.
A los que bardean a Nestor, seguramente no lo conocen.
5 minutos de charla y lo amas para toda la vida
EL MAS GRANDE, LEJOS
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»Alejandro21/01/2017 14:32
Excelente nota Martín. También has transmitido a través de tus palabras los "sentimientos" de aquellos grandes deportistas. Gracias.
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»buu21/01/2017 16:01
3 veces y de local se fueron , ¿no te da verguenza humo?
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